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“En un principio era el Verbo…” nos dijeron. Y nos lo creímos. Y que dijo el Verbo: “hágase esto y lo otro”, y se fueron haciendo esto y lo otro. Así fue.
El Verbo era poderoso, imaginativo incluso, por más que algunas veces se distrajera un poco, pero se cansó de “decir” todo el rato. Entonces nos cedió la Palabra, y la hicimos nuestra, primero con timidez y temor pues era algo poderoso que no sabíamos muy bien cómo utilizar; luego, ya confiados, la acogimos hospitalarios, pues “muchas cosas se inventan los aedos”. Las usamos. Creábamos frases nuevas y moldeábamos mundos a nuestro antojo, crecíamos poco a poco, entre todos, juntando una palabra con otra y otra. La palabra se hizo Logos, que era Eros. Así fue.
Pero algo pasó en algún momento. Algunas palabras se quebraron, se fueron debilitando, borrándose poco a poco hasta ser casi irreconocibles. Enmudecieron los aedos, y otros ocuparon su lugar: se llamaron a sí mismos “los Portadores de la Palabra”. Y el miedo se adueñó de nuestras gargantas pues eran otros los que hablaron por nosotros, pues nadie se atrevía a contradecir a los Portadores de la Palabra. Sucedió entonces un tiempo oscuro y seco, y el olor frío y acre de la muerte fue envolviendo las palabras. La palabra se hizo Espada, que era Cruz.
Tuvo que pasar un Tiempo hasta que la Palabra se atrevió a cruzar el límite impuesto por los Portadores de la Palabra. Quería salir a la plaza, ser Verbo otra vez. Cambiaron los aedos antiguos su cayado peregrino por las Luces y se batieron en barricada militante. La Palabra abandonó la melancolía y se cubrió de alegría. Quería ser Verbo, otra vez.